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Arnulfo estaba seguro de que un día se pegaría en la lotería, y ése sería el día en que su vida cambiaría. En varias ocasiones, se sacó algún premio menor, lo que para él era prueba contundente de que debía seguir jugando, porque muy pronto le acertaría al premio mayor. Pero, por regla general, Arnulfo siempre perdía sus míseros pesos en números que nunca salían. Ese pequeño detalle era preferible obviarlo -pensaba Arnulfo.
Los que lo conocíamos ya estábamos a acostumbrados a sus interminables justificaciones de por qué ese día no se había sacado la lotería; sabíamos de los números que le habían dado la noche anterior, clariningo –decía-, pero que él –nadie se explicaba por qué- no lo había jugado, aunque sabía que iba a salir; o mejor todavía, que lo había jugado, y se le había perdido el boleto, o que lo había jugado la semana pasada. Nuestros oídos se habían vuelto inmunes a las consabidas razones del fracaso de Arnulfo. Pero, él nunca se daba por vencido, si de algo sabía Arnulfo era de tener esperanzas. Soñaba con el día en que con los números ganadores se borrarían sus años de total miserias. Todo su futuro dependía del día que saliera su número abonao.
La lotería se había convertido en un mesías que vendría a rescatarlo, a salvarlo de su profunda pobreza a través de las ondas de radio. El proceso era siempre el mismo: compraba el billete, lo manoseaba hasta la saciedad y esperaba nerviosamente a que cantaran los números ganadores. Arnulfo se sentía todo un ganador, lleno de esperanzas, hasta que descubría -una y otra vez- que el número ganador nunca era el suyo.
Imagen: Hands in Gethsemane