viernes, 17 de agosto de 2012

¿Cuánto tiempo es suficiente para vivir?

Mi abuelo murió en mayo del año pasado, tenía 93 años. Vivió una larga y plena vida. Vivió y murió rodeado de hijos, nietos, bisnietos, y hasta tataranietos. Hizo siempre lo que amaba. Sacaba tiempo para la diversión, de la manera que él la entendía. Sirvió a su comunidad, obtuvo el respeto de familiares y amigos. Mi abuelo fue feliz a su modo, vivió bien, y murió sin sufrir demasiado -tres meses de achaques antes de la estocada final. ¿Qué más se podía pedir? ¿La eternidad?

¿Son suficientes 93 años para vivir? No lo sé, pero creo que vivir nueve décadas es sacarle mucha ventaja a la parca. De hecho, vivir más de noventa años en sí, es una hazaña en el convulsionado mundo en que vivimos. Mi abuelo tuvo una vida plena y feliz, y yo tuve la maravillosa oportunidad de que él me acompañara durante toda mi vida.

Por eso, mientras todos lloraban desconsolados, yo estaba ante su ataúd, agradecida, recordando todos los mementos que viví con él. Quería recordarlo todo, quería impregnarme de su esencia por última vez. Allí en silencio, ante su ataúd hice un homenaje: una rememoración  de su vida, la cual tristemente había llegado a su final. No tenía tiempo para desperdiciarlo en lamentos inútiles los últimos momentos que nos quedaban.

Cuando una persona mayor muere, quien ha vivido plenamente, no suelo sentir desesperación, sino regocijo. Regocijo no porque haya muerto, sino porque vivió. He entendido desde muy jovencita que la vida es un visaje, un tiempo robado a la nada, un viaje unidireccional que nos conduce a la muerte. Asumir esta realidad me ayuda a vivir más plenamente y aceptar la muerte como parte integral de la vida.

Imagino que al final de la vida sólo importa la satisfacción de haber vivido, en todo el sentido de la palabra. Estoy convencida de que en esa hora de pasar balance, el haber simplemente EXISTIDO no es un buen sustituto. Por lo tanto, tal vez, lo que importe no sean los años que estemos aquí, sino la intensidad con que los disfrutemos.

domingo, 5 de agosto de 2012

Crónica de un rechazo

Nuestra  esporádica e inexistente relación estaba condenada a la contemplación platónica. Se sedimentaba en los diálogos de temas  inagotables y cíclicos, que giraban sobre sus ejes cuando, por casualidad o causalidad coincidíamos en las mismas coordenadas.

Alguna vez, cruzó por mi mente traspasar la puerta de nuestra relación platónica, y abrir la del túnel que conduce del platonismo contemplativo al desencanto de lo vivido. Incluso, llegué a asomarme a la línea divisoria entre ambos, pero en vez del desencanto, la exploración reafirmó lo estrictamente cerebral, y fracasó en lo sensorial.

La última vez que lo vi, pasamos la tarde frente al mar como dos adolescentes treintañeros, felices de poder disfrutar de nuestra presencia,  de conversar libremente de esos temas que nos gustan, de acariciarnos el cabello, de posar leves besos en los labios y enredarnos los brazos entorno a la cintura.

Nos quedamos en la playa hasta que nos envolvió el opaco velo de la noche... Nos despedimos con un beso en la mejilla, y un envolvente abrazo mudo. Sin pensarlo, rompí el silencio al dejar escapar un "no te vayas, quédate conmigo." Cual si no me hubiera escuchado, se marchó, y desapareció en la oscuridad, ajeno de sí mismo.

Tragué un amargo nudo de saliva, que me supo a rechazo que no había sido, ni sería jamás. Me di la vuelta, y me encaminé a la solitaria habitación que me aguardaba. Por horas, la imagen de aquél hombre taciturno, hundiéndose en la oscuridad, revoloteó errática por mi pensamiento, hasta que un plácido sueño vino a calmar el ardor de mi ego herido.

Unos días después me escribió que era lo más hermoso que le había pasado y prefería no contaminarlo con la realidad. Decía que algún día le contaría nuestra historia a sus nietos. Suspiré confundida. Mi amigo no tiene ni siquiera hijos.

Aquella tarde de playa, puse punto final a aquel conato de relación.

La foto fue tomada de aquí

sábado, 4 de agosto de 2012

El llamado de la tierra

La nacionalidad es circunstancial, algo que no decidimos nosotros en sí. El nacionalismo es un concepto burgués que surge a finales del siglo XVIII con la aparición de los conceptos "estado moderno" y  soberanía popular.  En los siglos anteriores la gente se identificaba con su ciudad o con u líder, ya que el concepto de nación aún no existía.

No soy nacionalista. Es más detesto el nacionalismo. Sin embargo, existe un nexo innegable con el lugar donde se nace, no necesariamente por haber nacido allí, sino por los momentos que construimos, por los recuerdos que nos acompañarán siempre, por haber adquirido la consciencia en una determinada nación.

Debo confesar que por primera vez en mi vida, me emocioné hasta las lágrimas al tocar tierra dominicana. No me queda claro qué me ocurrió. Se me ocurre pensar que tal vez, en ello haya influido, la vulnerabilidad de la vida, el haber estado muy cerca de no volver jamás, o tal vez,  fue algo mucho más sencillo: andaba con las hormonas alborotada por estar dentro del ciclo menstrual.