Mi abuelo murió en mayo del año pasado, tenía 93 años. Vivió una larga y plena vida. Vivió y murió rodeado de hijos, nietos, bisnietos, y hasta tataranietos. Hizo siempre lo que amaba. Sacaba tiempo para la diversión, de la manera que él la entendía. Sirvió a su comunidad, obtuvo el respeto de familiares y amigos. Mi abuelo fue feliz a su modo, vivió bien, y murió sin sufrir demasiado -tres meses de achaques antes de la estocada final. ¿Qué más se podía pedir? ¿La eternidad?
¿Son suficientes 93 años para vivir? No lo sé, pero creo que vivir nueve décadas es sacarle mucha ventaja a la parca. De hecho, vivir más de noventa años en sí, es una hazaña en el convulsionado mundo en que vivimos. Mi abuelo tuvo una vida plena y feliz, y yo tuve la maravillosa oportunidad de que él me acompañara durante toda mi vida.
Por eso, mientras todos lloraban desconsolados, yo estaba ante su ataúd, agradecida, recordando todos los mementos que viví con él. Quería recordarlo todo, quería impregnarme de su esencia por última vez. Allí en silencio, ante su ataúd hice un homenaje: una rememoración de su vida, la cual tristemente había llegado a su final. No tenía tiempo para desperdiciarlo en lamentos inútiles los últimos momentos que nos quedaban.
Cuando una persona mayor muere, quien ha vivido plenamente, no suelo sentir desesperación, sino regocijo. Regocijo no porque haya muerto, sino porque vivió. He entendido desde muy jovencita que la vida es un visaje, un tiempo robado a la nada, un viaje unidireccional que nos conduce a la muerte. Asumir esta realidad me ayuda a vivir más plenamente y aceptar la muerte como parte integral de la vida.
Imagino que al final de la vida sólo importa la satisfacción de haber vivido, en todo el sentido de la palabra. Estoy convencida de que en esa hora de pasar balance, el haber simplemente EXISTIDO no es un buen sustituto. Por lo tanto, tal vez, lo que importe no sean los años que estemos aquí, sino la intensidad con que los disfrutemos.
¿Son suficientes 93 años para vivir? No lo sé, pero creo que vivir nueve décadas es sacarle mucha ventaja a la parca. De hecho, vivir más de noventa años en sí, es una hazaña en el convulsionado mundo en que vivimos. Mi abuelo tuvo una vida plena y feliz, y yo tuve la maravillosa oportunidad de que él me acompañara durante toda mi vida.
Por eso, mientras todos lloraban desconsolados, yo estaba ante su ataúd, agradecida, recordando todos los mementos que viví con él. Quería recordarlo todo, quería impregnarme de su esencia por última vez. Allí en silencio, ante su ataúd hice un homenaje: una rememoración de su vida, la cual tristemente había llegado a su final. No tenía tiempo para desperdiciarlo en lamentos inútiles los últimos momentos que nos quedaban.
Cuando una persona mayor muere, quien ha vivido plenamente, no suelo sentir desesperación, sino regocijo. Regocijo no porque haya muerto, sino porque vivió. He entendido desde muy jovencita que la vida es un visaje, un tiempo robado a la nada, un viaje unidireccional que nos conduce a la muerte. Asumir esta realidad me ayuda a vivir más plenamente y aceptar la muerte como parte integral de la vida.
Imagino que al final de la vida sólo importa la satisfacción de haber vivido, en todo el sentido de la palabra. Estoy convencida de que en esa hora de pasar balance, el haber simplemente EXISTIDO no es un buen sustituto. Por lo tanto, tal vez, lo que importe no sean los años que estemos aquí, sino la intensidad con que los disfrutemos.