Ese día fui a caminar al parque como lo hacía desde que el sol empezaba a calentar los días de primavera. Era la rutina de abril a septiembre. No había nada digno de contar en ello, excepto que ese día lunes se empezó a tejer la historia de la relación con mi amigo secreto. Llegué al parque: estacioné el carro, crucé la calle, pasé los enamorados en los bancos, los viejitos y sus añoranzas, los niños corriendo, y un joven que se había caído de una bicicleta, y se agarraba una rodilla raspada.
Me encaminé hasta la pista de correr. Bajé tres escalones y empecé a trotar. Di un par de vueltas. A la tercera, apareció un hombre que no había visto en todos los años que llevo yendo al parque. Cruzamos la mirada, sonreímos: él siguió conversando con su amigo, y yo seguí caminando. Me acompañaba una sensación recién adquirida: hileras de hormigas giraban en torno al estómago. Era consciente ahora de todo mi cuerpo.
Las vueltas se fueron haciendo más cortas. Me sentía recompensada con su mirada picara, y su sonrisa destellante. Al dar la espalda, su mirada zigzagueante me laceraba el cuerpo. De frente, nuestras miradas se chocaban y la humedad de sus ojos me robaba otra sonrisa. Así empezó todo.
Era julio, y el calor de la tarde hacia estragos en la garganta. Salí de la pista a tomar un poco de agua por la puerta lateral para que él no me viera doblarme a tomar agua. Ante él, quería verme espigada, altiva. Nada que pareciera un cuatro doblada sobre la fuente.Estoy segura que fueron unos pocos minutos los que pasé fuera de la pista. Mi intención era ver aquel hombre una vez más al pasar por donde él conversaba con su amigo.
Era guapo: iba de negro, tenía una barba de unos tres días, y se veía algo rústico. La ropa aún estaba humedecida por el sudor que chorreaba por su cuerpo. Mi imaginación empezó a volar: terminó su rutina, y al salir de la pista, se encontró con un amigo, y se detuvo a conversar. O, tal vez, estaba ahí sólo para alborotarme el pensamiento. No sé qué hacía aquel hombre allí, justo a la hora de ejercitarme, y sin embargo, me agradaba su presencia.
Bebí con avidez y con la rapidez de una mujer que tenía la intención de volver a ver a un hombre que le interesa. Me demoré unos segundos en la fuente, pero cuando me di la vuelta y volví a la pista, él había desparecido. Lo busqué con la mirada por todo el parque. Se había ido sin avisarme, sin iniciar el menor contacto conmigo. No lo podía creer, ¿cómo había podido irse así? Inspeccioné los bancos alrededor, pero el hombre de ropa negra que había perturbado mi mente, y acelerado mi sangre con su humedad, su mirada y su barba rústica ya no estaba. Habían pasado 25 minutos desde que lo conocí, ya lo había perdido. Sin habernos dicho nada. Me había hecho a la idea de que, esa noche, él y yo conversaríamos. Me había equivocado. Sentí la angustia de lo irremediable.
De regreso a casa, revoloteaban en mi mente miles de suposiciones que entraban y salían sin orden alguno, explicándome lo que debí haber hecho: “debiste haberle hablado,” “eres una tonta,” “seguro que volverá mañana.” Es cierto, tal vez, volvería mañana. Una esperanza empezó a gestarse dentro de mí. “Volveré mañana a la misma hora,” “no, iré un poco más temprano, para estar ahí cuando él llegue.” Pero, a ese aire esperanzador, le seguía la angustia de la duda “¿qué tal si no lo volvía a ver?” Y, luego una actitud derrotista me susurraba que lo había perdido para siempre.
Intentaba persuadirme de que sí lo volvería a ver, tanto que se convirtió en una obsesión. Al día siguiente volví al parque, pero no lo encontré. Fui todos los días de ese verano, pero él nunca estaba. Al cuarto día de haber iniciado mi pesquisa, decidí poner un anuncio personal en un portal de Internet que conectaba a las personas en mí situación con el objeto de su deseo. Escribí: “Nos vimos el lunes en el parque de Astoria. Mientras yo caminaba, tú conversabas con un amigo a la entrada de la pista. Me sonreíste y me seguiste con la mirada por un rato. Salí a tomar agua un instante, y cuando regresé, ya habías desaparecido. Si lees este mensaje mándame un correo, me gustaría conversar contigo.”
Unos días después, llegaron dos mensajes, pidiendo más detalles sobre el hombre que buscaba, pero no era ninguno de ellos. Mi primer anuncio personal había fallado. ¿Cómo encontrarlo en una ciudad tan grande y sin saber ni siquiera su nombre? Empecé a desistir de la idea de encontrar el hombre calvo, delgado, sudado, de ropa negra que me había trastornado. Justo entonces, me llegó un correo: “Ese lo que es un buen maricón. ¿Qué hacía el hablando con un amigo donde todos vamos a hacer ejercicio? Detesto los tipos que hacen eso.” No sé por qué lo hice, pero le contesté.
Al principio nos reímos de mi tontería, y hablamos de la posibilidad de que él y yo hubiéramos caminado juntos en la pista sin jamás enterarnos de quiénes éramos. Él me contaba de su vida de casado con dos niños, de su trabajo como contable, y yo de mis soledades, de mis estudios, de mis frustraciones, del desastre en que se había convertido mi vida. A ambos nos agradaba la idea de saber que jamás nos conoceríamos. Éramos dos personas más en una metrópoli de ocho millones, y sin embargo, nos teníamos el uno al otro. Había alguien dispuesto a escucharnos. La conversación y la falta de presión o expectativas nos hicieron sincerarnos sin temor a ser juzgados, ¿qué más daba? Se trataba de dos personas que nunca se conocerían y cuyo único punto de contacto era una computadora.
Así pasaron cinco meses y el hombre del parque era ahora sólo un lejano recuerdo, y el hilo conductor que me llevó a esta anónima amistad. Nos escribíamos, nos contábamos lo que ocurría en nuestras vidas; y sin embargo, ni siquiera sabíamos nuestros nombres. Éramos dos desconocidos y así nos llamábamos: “Querido desconocido” “Qué tal estás desconocida.” Nuestra relación crecía con cada email, y a pesar de la anonimia, éramos buenos amigos, nos teníamos afecto. Era obvio que a pesar de no habernos visto, ni de saber nuestros nombres reales, ni nada que nos identificara, nos íbamos sintiendo más unidos cada día. Yo sabía de los viajes de la familia, de sus asados en casa de amigos, de los problemas escolares del hijo mayor. Sabía también que mi amigo el desconocido estaba pasando por una crisis matrimonial.
Un día me propuso que nos conociéramos. Me negué por temor a entorpecer la relación que teníamos, o lo que es lo mismo no quería que nos complicáramos. Además, me gustaba lo que teníamos: una extraña y desinteresada amistad, surgida de la nada. Después de conversarlo, decidimos que jamás nos conoceríamos. Seríamos amigos cibernéticos para siempre. Imaginaríamos que vivíamos en países lejanos. Ese era el pacto: seríamos amigos para siempre en el mundo virtual.
Tiempo después, hubo un fuego en casa en el que lo perdí todo. Nos evacuaron a un albergue de la ciudad. Mi vida había sido consumida por las llamas. Era difícil aceptar que estaba en aquel albergue, triste, sola, destrozada y llena de incertidumbre. En ese momento de tribulación, pensé en mi amigo secreto. Sentí la necesidad de comunicarme con él. Deseaba su protección en medio de la desolación. Creí que sólo él podía consolarme, porque me había llegado a entender mejor que nadie. Pero, ¿cómo llamarlo? No tenía el número de teléfono, además, teníamos un pacto de anonimato. Sin embargo, estaba segura de que lo necesitaba conmigo en aquel momento. Decidí escribirle un correo. Metí la mano al bolsillo del abrigo, saqué el celular, y empecé a escribirle: “Querido Desconocido, en este momento estoy refugiada temporalmente en el albergue Safe Harizon que está en el 33 Essex Street, New York, New York, 10002. Hubo un fuego terrible en casa. Lo he perdido todo. Estoy aterrada. Necesito verte.” A diferencia de lo que había pensado, no me tembló el pulso al apretar el botón de “enviar.”
Me quité los zapatos, me subí a la cama, junté las piernas y las acerqué a mi pecho, y me convertí en un enorme feto. Estaba expectante, nerviosa. Dos horas más tarde, se encendió la luz roja del celular, y empezó a pestañear. El corazón migró de golpe a la garganta, y me puse de pie de un salto, miré el teléfono, con miedo de averiguar la razón de esa luz intermitente. Me decidí, abrí el buzón, y ahí estaba la respuesta de mi amigo secreto. Sólo alcancé a leer: “Ya estoy aquí. Voy caminando hacia ti.”
El toque en la puerta de la habitación me impidió pensar en una respuesta.