sábado, 21 de abril de 2018

El Camino Inka o una caminata entre las nubes I

Los desafíos nos ayudan a hacerle frente al deterioro físico y mental del vivir. Digamos que nos permiten mantenernos vigentes, vivos. Su provecho aumenta, si estos nos llevan por áreas en las que no tenemos experiencia ni pericia. Se trata de expandir los márgenes de comfort, pues es ahí donde radica el mayor crecimiento o bienestar.

Es por esta razón que me decidí a hacer el camino inca.  No era una forma de peregrinar ni nada que se le parezca. Mi deseo era estar cerca de la naturaleza, explorar ruinas que solo son accesibles por esta vía, exponerme a condiciones en las que no tenía experiencia, y por supuesto, llegar a Machu Picchu como lo hacían los antiguos incas: caminando entre las nubes -o sea, a gran nivel de altura.

Algunos me dijeron que el Camino inca era muy difícil, que no lo hiciera. Consejo que me entró por un oído y salió por el otro. Soy terca, tenaz en lograr lo que me propongo. Iba preparada para enfrentar el camino, pero también para escuchar a mi cuerpo. Si debía devolverme, lo haría sin problema, pero no dejaría de intentarlo.

El trayecto no es muy largo, son unos 43 kilómetros (26 millas), yo estoy acostumbrada a caminar. La diferencia es que mi experiencia se limita a terreno plano, en su gran mayoría. De antemano sabía que sería difícil. La dificultad proviene del enrarecimiento del aire a una altura que oscila entre los 3,000 y 4,200 metros. A esto se suma las variaciones del terrero: escalones gigantescos, rocas, inclinaciones y depresiones inusitadas.

Por meses leí todo lo que pude sobre las experiencias de las personas que habían hecho esta caminata. Leí las historias de muchos que lo lograron y también de los que se rindieron. Me preparé tanto que al final, la experiencia me pareció más fácil de lo que yo había anticipado.  Quiero dejar claro que esta conclusión resultó de mi tendencia a pensar lo peor ante  lo desconocido.

Estaba mentalmente preparada para el desafío. Aún debía preparar todo lo demás.

Meses antes de mi partida, empecé a buscar las botas perfectas para el terreno al que me enfrentaría. Detesto ir a las tiendas, por lo que Amazon se convirtió en mi mejor aliada. Compré varias botas, de distintas marcas, que al final terminé devolviendo. Aún de las botas que al final compré, pedí tres tallas distintas. Quería que las botas me quedaran perfectamente; ya tendría bastante con la altura y las subidas, como para tener que caminar con ampollas en los pies.

Al final compré unas botas de la marca Salomon y las usé con medias gruesas de lana. Se sintieron cómodas durante toda la caminata. El pies, a pesar de la distancia, no se sentía fatigado. ¡Perfecta ingeniería alrededor de mis pies! Me mantenían el tobillo inmóvil y la planta del pie, perfectamente ajustada a la suela. Fue la mejor decisión que tomé. A varios de mis compañeros les salieron ampollas. Y, Denise, quien me hacía compañía en la retaguardia del grupo,  perdió varias uñas de los pies.

La mayoría de gente hace el camino inca en los meses de mayo a octubre por ser la temporada seca. A mí me tocó a principios de abril, lo que es el final de la temporada lluviosa. Me preparé mentalmente para caminar empapada de agua. Compré una mochila y una chaqueta a prueba de agua, y al final no llovió. Si no las hubiera comprado, de seguro habría llovido. ¡Tuvimos mucha suerte! Hizo un tiempo espectacular durante los cuatro días de caminata.

Partí para Cuzco un domingo por la mañana dejando atrás la Lima brumosa, que me había albergado por tres días. Antes de subir al avión, me tomé dos cápsulas de un medicamento para el mal de altura. Una hora después aterrizamos, y me dispuse a ir por mi maletita.  De camino, me encontré con una palangana de hojas de coca. El letrero decía que tomara tres, pero yo me llevé un puñado. Hice un rollito con ellas y lo coloqué entre la encía y el cachete. Recogí el equipaje, y salí del aeropuerto.

Esperaba ver un rostro extraño con un cartelito con mi nombre, como tantas veces he visto en los aeropuertos. No me me había percatado aún, pero ese día descubriría que había albergado un deseo inconfeso de que al llegar a tierras extrañas, alguien me estuviera esperando con un cartelito. Esta debió ser mi oportunidad. ¡Pero, no! El señor chofer había salido a fumarse un cigarrillo, así que tuve yo que salir por él. ¡Suspiro!

Con las pastillas antialtura y mi manojo de coca, agazapado entre encía y mejilla, todo marcha a la perfección. No había sentido nada al aterrizar a 3600 metros de altura. La aprehensión cedió, y empecé a agarrar confianza; pero, de pronto, unas punzadas en las sienes me recordaron que mi canto de victoria había sido prematuro.

Al llegar a l hotel me sentía muy fatigada. Saqué mi oxímetro, y mi nivel de oxígeno en la sangre era de 81. Me recosté y empecé a respirar profundo. Agarré una bolsa de papel y respiré repetidamente en ella. Tomé agua y descansé unas horas. Más tardes, volví a medir el oxígeno, ahora marcaba 88, sentía que respiraba mejor. Se supone que el nivel de oxígeno no debe bajar de 90, pero en Cuzco...

A las 4:30 de la tarde  debía encontrarme con el resto del grupo que haría el camino inca. Cuando fue hora, bajé al vestíbulo y conocí a algunos de los miembros del grupo. Luego llegó Gato, quien sería el líder del grupo, por los dos primeros días, y empezamos a caminar hacia la oficina de G Adventures. A los cinco minutos de caminar, sentía que me faltaba aire.

Era un mal presagio para mis ilusiones de sobrevivir el camino inca.

Continuará...