Me gusta teñirme el pelo. Siempre lo he hecho por vanidad... pero ahora, es distinto. El teñirme ha cobrado un sentido de urgencia que no existía cuando tenía veintitantos. Los treinta han empezado a abrirse paso con un ímpetu, hasta hace poco, desconocido. Su primera víctima: mis rizos de chocolate. Las canas han empezado a reclamar el cuero cabelludo para sí, ante mi mirada impotente.
El otro día hablaba con mi madre de mi batalla con las canas, y me recordaba ella que las he tenido siempre. Eso es cierto, pero las de antes eran escasas y discretas: se asentaban en la parte de atrás de la cabeza. Las que me asaltan ahora, son mucho más emprendedoras: se han establecido justo sobre la frente, dándole un nuevo marco a mi cara.
¿Por qué no pude heredar a mi madre con su cabellera azabache hasta los cincuenta y tantos? ¿o a mi abuelo materno, que murió sin una sola cana?... ¡No! A mí me tocaron los genes de de mi padre, que además de calvo, antes de los treinta ya vestía canas en sus ralos cabellos.
El otro día hablaba con mi madre de mi batalla con las canas, y me recordaba ella que las he tenido siempre. Eso es cierto, pero las de antes eran escasas y discretas: se asentaban en la parte de atrás de la cabeza. Las que me asaltan ahora, son mucho más emprendedoras: se han establecido justo sobre la frente, dándole un nuevo marco a mi cara.
¿Por qué no pude heredar a mi madre con su cabellera azabache hasta los cincuenta y tantos? ¿o a mi abuelo materno, que murió sin una sola cana?... ¡No! A mí me tocaron los genes de de mi padre, que además de calvo, antes de los treinta ya vestía canas en sus ralos cabellos.
No creo que las canas se ven mal, pero los químicos han creado otras espectativas que no corresponden con la realidad.
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