El pasado volvió porque la puerta aún permanecía abierta. Había algo que no se había dicho, y eso permitió su retorno.
Su regreso precisaba de mi complicidad, y la tuvo.
La aparición tuvo lugar sin aviso previo, el viernes trece de junio. Estaba en Nueva York, y pedía alguna recomendación de cosas que hacer.
Vi el mensaje y no daba crédito a lo que veía. No dije nada, por horas.
Estoy segura de que esperaba lo rechazara de plano, pero mi estrategia era otra.
Me daba la oportunidad que jamás pensé tener. Tendríamos esa conversación que debimos tener hace cinco años.
Era el momento de desempacar las emociones metidas sin procesar en algún rincón en el que no me dolieran.
Así lidié con su súbita desaparición. El dolor fue mermando día con día, y un buen día despareció. Dejó de afectarme su recuerdo y su abandono.
Sin embargo, algo quedó inconcluso porque nunca hablamos. Acepté que así sería. Añadí la experiencia a la lista de las cosas irresolubles, y seguí con mi vida.
Y, de repente, aparece en persona en mi ciudad. Sus mensajes habían vuelto a hacer vibrar mi móvil, y sentí que todo un lustro se condensaba en esos momentos.
Y se vino la avalancha emocional.
Las emociones se multiplicaron al contestar el teléfono que me traía su voz, cerquita, al oído. Su voz abrió la compuerta de la memoria emocional, y volví a las vivencias que fijaron sus recuerdos.
Era junio de 2009, de nuevo.
Regresaron las mariposas a revolotear en el estómago. El sudor me humedecía las palmas de las manos. Se aglomeró en mí todo una constelación de emociones.
Hablamos tranquilamente, a pesar del vértigo.
Nos vimos unas horas más tarde, cuando el huracán inicial había pasado. Llegué al lugar donde me esperaba y al verlo ahí de pie, ante mí, no se me ocurrió decirle absolutamente nada.
Nos abrazamos. Las palabras empezaron a surgir, escasas e insignificantes. Caminamos por horas por las calles de Manhattan. Y, las palabras fueron acomodándose, encontrando su forma.
Nadie entiende que haya querido verlo después de su maltrato. No hace falta que lo entiendan. Yo sé por qué lo hice.
Necesitaba procesar un pasado importante e irresoluto.
Nuestra separación fue abrupta, y sin ninguna explicación. Se produjo de tirón, causándome un gran desgarre. No hubo explicaciones ni una conversación entre dos adultos que deben separarse.
Accedí a verlo, porque cinco años son suficientes para deshacer un silencio, y para desvanecer un enojo. Además, lo había absuelto en ausencia.
No suelo guardar rencor. Me gusta viajar ligero por la vida.
Haber mirado el pasado a los ojos me hizo bien, aligeró la carga. Revivir emociones pasadas produjo una necesaria y liberadora catarsis.
Nos peleamos porque cometió una innecesaria e imperdonable torpeza.
Ese fue el detonador que provocó mi explosión. Canalicé emociones subyugadas por la resignación. Verbalicé mucho de lo que le habría querido decir hace cinco años.
Recordé la rabia, los celos, el abandono, la humillación y la pérdida de la confianza.
Esa discusión fue la catarsis que me liberó de un empacho emocional que vivía latente en mí.
Eso lo entendí después.
En el momento me subía un taxi, y me alejé encolerizada. Cuando se apaciguó el enojo, una calma sanadora se posó sobre mí.
No hablamos desde la medianoche hasta el lunes por la tarde. Me invitó a cenar el martes. No estaba segura de querer verlo otra vez.
Analicé mi reacción ante su estupidez de la noche de domingo. Me dí cuenta que ésta sólo fue el detonador que liberó mi ira reprimida por años.
Por eso, el martes en la mañana cuando me invitó de nuevo, acepté cenar con él. Se marcharía el miércoles. Sería nuestra última cena.
Esos días que estuvo en Nueva York pasamos mucho tiempo juntos. Nos divertimos, hicimos turismo, y tuvimos tiempo de decirnos mucho de lo que se había quedado por decir.
El martes estuve más callada de lo usual durante la cena, y él más parlanchín, y geek que nunca. Lo escuché atentamente.
Nos despedimos.
Me quedé observándolo mientras se alejaba. Sentía emociones encontradas. Era el momento culminante de una historia importante, intensa y accidentada.
El círculo se cerraba sobre sí mismo ante mis ojos.
Estaba en paz.
El hombre que acaba de partir, no era ya, la persona a quien yo había amado.
La realidad se había impuesto. Se había roto la estela de idealidad que suele envolver las historias de amores truncadas.
Estábamos en paz con nuestro pasado, y avanzábamos de cara al futuro, anclados en nuestro presente.
Su regreso precisaba de mi complicidad, y la tuvo.
La aparición tuvo lugar sin aviso previo, el viernes trece de junio. Estaba en Nueva York, y pedía alguna recomendación de cosas que hacer.
Vi el mensaje y no daba crédito a lo que veía. No dije nada, por horas.
Estoy segura de que esperaba lo rechazara de plano, pero mi estrategia era otra.
Me daba la oportunidad que jamás pensé tener. Tendríamos esa conversación que debimos tener hace cinco años.
Era el momento de desempacar las emociones metidas sin procesar en algún rincón en el que no me dolieran.
Así lidié con su súbita desaparición. El dolor fue mermando día con día, y un buen día despareció. Dejó de afectarme su recuerdo y su abandono.
Sin embargo, algo quedó inconcluso porque nunca hablamos. Acepté que así sería. Añadí la experiencia a la lista de las cosas irresolubles, y seguí con mi vida.
Y, de repente, aparece en persona en mi ciudad. Sus mensajes habían vuelto a hacer vibrar mi móvil, y sentí que todo un lustro se condensaba en esos momentos.
Y se vino la avalancha emocional.
Las emociones se multiplicaron al contestar el teléfono que me traía su voz, cerquita, al oído. Su voz abrió la compuerta de la memoria emocional, y volví a las vivencias que fijaron sus recuerdos.
Era junio de 2009, de nuevo.
Regresaron las mariposas a revolotear en el estómago. El sudor me humedecía las palmas de las manos. Se aglomeró en mí todo una constelación de emociones.
Hablamos tranquilamente, a pesar del vértigo.
Nos vimos unas horas más tarde, cuando el huracán inicial había pasado. Llegué al lugar donde me esperaba y al verlo ahí de pie, ante mí, no se me ocurrió decirle absolutamente nada.
Nos abrazamos. Las palabras empezaron a surgir, escasas e insignificantes. Caminamos por horas por las calles de Manhattan. Y, las palabras fueron acomodándose, encontrando su forma.
Nadie entiende que haya querido verlo después de su maltrato. No hace falta que lo entiendan. Yo sé por qué lo hice.
Necesitaba procesar un pasado importante e irresoluto.
Nuestra separación fue abrupta, y sin ninguna explicación. Se produjo de tirón, causándome un gran desgarre. No hubo explicaciones ni una conversación entre dos adultos que deben separarse.
Accedí a verlo, porque cinco años son suficientes para deshacer un silencio, y para desvanecer un enojo. Además, lo había absuelto en ausencia.
No suelo guardar rencor. Me gusta viajar ligero por la vida.
Haber mirado el pasado a los ojos me hizo bien, aligeró la carga. Revivir emociones pasadas produjo una necesaria y liberadora catarsis.
Nos peleamos porque cometió una innecesaria e imperdonable torpeza.
Ese fue el detonador que provocó mi explosión. Canalicé emociones subyugadas por la resignación. Verbalicé mucho de lo que le habría querido decir hace cinco años.
Recordé la rabia, los celos, el abandono, la humillación y la pérdida de la confianza.
Esa discusión fue la catarsis que me liberó de un empacho emocional que vivía latente en mí.
Eso lo entendí después.
En el momento me subía un taxi, y me alejé encolerizada. Cuando se apaciguó el enojo, una calma sanadora se posó sobre mí.
No hablamos desde la medianoche hasta el lunes por la tarde. Me invitó a cenar el martes. No estaba segura de querer verlo otra vez.
Analicé mi reacción ante su estupidez de la noche de domingo. Me dí cuenta que ésta sólo fue el detonador que liberó mi ira reprimida por años.
Por eso, el martes en la mañana cuando me invitó de nuevo, acepté cenar con él. Se marcharía el miércoles. Sería nuestra última cena.
Esos días que estuvo en Nueva York pasamos mucho tiempo juntos. Nos divertimos, hicimos turismo, y tuvimos tiempo de decirnos mucho de lo que se había quedado por decir.
El martes estuve más callada de lo usual durante la cena, y él más parlanchín, y geek que nunca. Lo escuché atentamente.
Nos despedimos.
Me quedé observándolo mientras se alejaba. Sentía emociones encontradas. Era el momento culminante de una historia importante, intensa y accidentada.
El círculo se cerraba sobre sí mismo ante mis ojos.
Estaba en paz.
El hombre que acaba de partir, no era ya, la persona a quien yo había amado.
La realidad se había impuesto. Se había roto la estela de idealidad que suele envolver las historias de amores truncadas.
Estábamos en paz con nuestro pasado, y avanzábamos de cara al futuro, anclados en nuestro presente.
Esas cosas a veces es mejor dejarlas inconclusas. Si al tipo le hubiera importado hubiera dado la cara antes.
ResponderEliminar@Anónimo, cada quien sabe cómo procesa lo que le ha tocado vivir. No sé trataba del "tipo" sino de mí, de deshacerme de algo que se me quedó latente en mí. No esperaba nada del encuentro, sólo poner un punto final a lo que habían sido puntos suspensivos. Me hizo bien. Y no me arrepiento de haberlo hecho.
ResponderEliminarGracias por leer.
@Anónimo, Fue la última vez que escribí sobre ello. Ya todo fue dicho :)
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