Mi última noche en París decidí que iría tras las huellas de Cortázar. Me quedaban horas, o lo hacía, o pasaba mi deseo a la lista de lo que se quedó por hacer.
Mi intención inicial había sido visitar el cementerio Montparnasse, su última morada. Tenía una lista de muertos queridos que quería visitar, pero no me alcanzó el tiempo.
Lo único que me quedaba ya era pasar por la que había sido su residencia. Llevaba la dirección y la ruta del metro que debía seguir, anotada en mi libreta. Era tarde, y la voz de la razón me decía que me fuera al hotel, pero los sentimientos pudieron más, así que hice transferencia al número 8, rumbo a la rue Martel, número 4.
El trayecto sería de La Motte-Picquet a Strasbourg-Saint Denis, diez paradas. Saqué el mapa de la ciudad, e intenté ubicar la calle. No la encontré por ningún lado. Pensé la encontraría al consultar el mapa agrandado, e iluminado que hay a la boca de todas las estaciones de metro.
Al salir a la superficie observé mi entorno, y por primera vez, había llegado a un área en la que no me sentí cien por ciento segura. Me acerqué al mapa, cuidándome la espalda, y busqué infructuosamente la Rue Martel.
Le pregunté a unos hombres que no me dieron buena impresión, pero era lo que había que hacer. Me dijeron que esa calle no existía. No les creí, aunque creo que estaban convencidos de lo que me decían.
Mientras estaba rodeada de esos cuatro hombres, se acercó un quinto, y le preguntaron si conocía la calle. Cambiaron de idioma, ahora hablaban turco. Entre señas y francés, seguí al recién llegado, quien había dicho conocer la calle.
No estaba segura de lo que hacía, pero lo seguí. Entramos a la estación de metro, y entonces me tranquilicé. Me di cuenta de que mi acompañante era un buen hombre, de verdad quería ayudarme.Se acercó a la ventanilla y le habló al vendedor de billetes. Éste me pidió la dirección, y le pasé mi libreta.
Metió los datos en la computadora, y unos minutos después, tenía en las manos un papel impreso con mi nueva ruta. Le agradecí a ambos, y continué mi pesquisa. Debía subir al metro número 4 y bajarme en Chateau d'Eau. Sólo una parada. Seis minutos se leía en el papel.
Salí del metro, y repetí el rito anterior: busqué en al mapa, y la calle no apareció. El área no tenía mejor pinta que la anterior. Me quedé pensando en que dirección caminar, más por instinto que por lógica. Decidí caminar sobre la avenida principal.
Vi aparecer a un hombre mayor, de baja estatura, y aspecto bonachón. Llevaba gorra, y una mochila sobre la espalda. Era él todo un bulto negro, salpicado por el blanco del cuello de la camisa, de su tez, su pelo y su barba.
Le hablé en inglés y español, y no me entendió. Le mostré la dirección, y nos aceramos al mapa. Sacó sus espejuelos, y tampoco dio con la rue Martel. Me sentí menos idiota.
Le di las gracias en español, y me devolvió unas palabras en un español ininteligible. Me hizo seña que lo siguiera. Doblamos un par de calles, y de pronto, el barrio adquirió un barniz de bohemia, que me agradó.
Entramos a un bar. Preguntó por la calle, y le dijeron que siguiéramos derecho, y que nos toparíamos con ella. Caminamos unos diez minutos, y de repente, apareció ante mis ojos el típico letrero azul en el que se leía: Rue Martel.
Señalé el nombre de la calle, y Farid me devolvió una mirada cómplice y una dulce sonrisa hueca. Doblamos, y pronto estuvimos ante el edificio número 4. Sonreí complacida al visualizar la lápida por la que me había embarcado en esta aventura.
Saqué la cámara y tomé unas fotos: de la lápida, de la puerta, del número 4, de la calle, del bar que me observaba desde la esquina opuesta.
Me imaginé a Cortázar con sus seis pies y cuatro pulgadas saliendo por la puerta, y cruzar al bar a tomar unas copas o un café, de seguro cebar un mate era allí imposible.
Mi amigo Farid, no sabía qué pensar. Con unas palabras que no entendí, pero que comprendí perfectamente me dijo, “A esto has venido?". "Esto es todo, Sonia? -Dijo mi nombre por primera vez. Sonreí y asentí. Sacudió la cabeza, sonriendo.
Era hora de volver al hotel, pero antes invité a Farid tomar algo. Se disculpó, por no poder aceptar. Iba a reunirse con su grupo musical, sus compañeros lo esperaban. Lo que había pensado era una mochila, resultó ser una guitarra.
Podía salir de allí sin ningún problema, pero Farid, insistió en acompañarme hasta una estación donde coger el metro número 8, para que mi regreso fuera más fácil. Ya nos entendíamos perfectamente, entre risas, medio francés, medio español, y mucha gesticulación.
Íbamos conversando. Me contó que su esposa había muerto y que nunca se volvió a casar, que no tenía hijos, que había llegado de Argeria hacía más de cuarenta años, que había estado en España e Italia.
Le dije que había nacido en la República Dominicana, pero que había vivido la mayor parte de mi vida en Nueva York, y volví a ver su sonrisa hueca.
Había dejado de prestar atención a la ciudad, porque Farid ya la acaparaba toda, pero miré a mi alrededor y estábamos en una zona repleta de bares, y de una vida nocturna vibrante. Me dieron ganas de quedarme allí.
Al doblar a la esquina, apareció la boca del metro. La estación era Grands Boulevards, estaba a tan sólo a una parada de donde me había bajado inicialmente (Strasbourg).
Farid y yo íbamos en la misma dirección, el bajaría en Opéra, y yo en La Motte-Picquet. Nos quedaban dos paradas juntos. Me dio su dirección por si volvía a París, la escribí en mi libreta.
Al entrar a Opéra, nos dimos un abrazo y nos dijimos adiós. Me dio mucho gusto conocer a Farid. Me quedé pensando en él por un buen rato.
Y de repente, recordé a Cortázar, quien había pasado a un segundo plano. Me puse a ver las fotos, y descubrí que, tal vez por la emoción, había tomado unas fotos pésimas. Me dije que igual eran mis fotos de donde había vivido Cortázar.
Volví al hotel, y pensé en Farid hasta que me venció el sueño. Al llegar a Nueva York le envié una postal. Me lo imagino leyéndola, al tiempo que despliega su dulzona sonrisa hueca.
Mi intención inicial había sido visitar el cementerio Montparnasse, su última morada. Tenía una lista de muertos queridos que quería visitar, pero no me alcanzó el tiempo.
Lo único que me quedaba ya era pasar por la que había sido su residencia. Llevaba la dirección y la ruta del metro que debía seguir, anotada en mi libreta. Era tarde, y la voz de la razón me decía que me fuera al hotel, pero los sentimientos pudieron más, así que hice transferencia al número 8, rumbo a la rue Martel, número 4.
El trayecto sería de La Motte-Picquet a Strasbourg-Saint Denis, diez paradas. Saqué el mapa de la ciudad, e intenté ubicar la calle. No la encontré por ningún lado. Pensé la encontraría al consultar el mapa agrandado, e iluminado que hay a la boca de todas las estaciones de metro.
Al salir a la superficie observé mi entorno, y por primera vez, había llegado a un área en la que no me sentí cien por ciento segura. Me acerqué al mapa, cuidándome la espalda, y busqué infructuosamente la Rue Martel.
Le pregunté a unos hombres que no me dieron buena impresión, pero era lo que había que hacer. Me dijeron que esa calle no existía. No les creí, aunque creo que estaban convencidos de lo que me decían.
Mientras estaba rodeada de esos cuatro hombres, se acercó un quinto, y le preguntaron si conocía la calle. Cambiaron de idioma, ahora hablaban turco. Entre señas y francés, seguí al recién llegado, quien había dicho conocer la calle.
No estaba segura de lo que hacía, pero lo seguí. Entramos a la estación de metro, y entonces me tranquilicé. Me di cuenta de que mi acompañante era un buen hombre, de verdad quería ayudarme.Se acercó a la ventanilla y le habló al vendedor de billetes. Éste me pidió la dirección, y le pasé mi libreta.
Metió los datos en la computadora, y unos minutos después, tenía en las manos un papel impreso con mi nueva ruta. Le agradecí a ambos, y continué mi pesquisa. Debía subir al metro número 4 y bajarme en Chateau d'Eau. Sólo una parada. Seis minutos se leía en el papel.
Salí del metro, y repetí el rito anterior: busqué en al mapa, y la calle no apareció. El área no tenía mejor pinta que la anterior. Me quedé pensando en que dirección caminar, más por instinto que por lógica. Decidí caminar sobre la avenida principal.
Vi aparecer a un hombre mayor, de baja estatura, y aspecto bonachón. Llevaba gorra, y una mochila sobre la espalda. Era él todo un bulto negro, salpicado por el blanco del cuello de la camisa, de su tez, su pelo y su barba.
Le di las gracias en español, y me devolvió unas palabras en un español ininteligible. Me hizo seña que lo siguiera. Doblamos un par de calles, y de pronto, el barrio adquirió un barniz de bohemia, que me agradó.
Entramos a un bar. Preguntó por la calle, y le dijeron que siguiéramos derecho, y que nos toparíamos con ella. Caminamos unos diez minutos, y de repente, apareció ante mis ojos el típico letrero azul en el que se leía: Rue Martel.
Señalé el nombre de la calle, y Farid me devolvió una mirada cómplice y una dulce sonrisa hueca. Doblamos, y pronto estuvimos ante el edificio número 4. Sonreí complacida al visualizar la lápida por la que me había embarcado en esta aventura.
Saqué la cámara y tomé unas fotos: de la lápida, de la puerta, del número 4, de la calle, del bar que me observaba desde la esquina opuesta.
Me imaginé a Cortázar con sus seis pies y cuatro pulgadas saliendo por la puerta, y cruzar al bar a tomar unas copas o un café, de seguro cebar un mate era allí imposible.
Mi amigo Farid, no sabía qué pensar. Con unas palabras que no entendí, pero que comprendí perfectamente me dijo, “A esto has venido?". "Esto es todo, Sonia? -Dijo mi nombre por primera vez. Sonreí y asentí. Sacudió la cabeza, sonriendo.
Era hora de volver al hotel, pero antes invité a Farid tomar algo. Se disculpó, por no poder aceptar. Iba a reunirse con su grupo musical, sus compañeros lo esperaban. Lo que había pensado era una mochila, resultó ser una guitarra.
Podía salir de allí sin ningún problema, pero Farid, insistió en acompañarme hasta una estación donde coger el metro número 8, para que mi regreso fuera más fácil. Ya nos entendíamos perfectamente, entre risas, medio francés, medio español, y mucha gesticulación.
Íbamos conversando. Me contó que su esposa había muerto y que nunca se volvió a casar, que no tenía hijos, que había llegado de Argeria hacía más de cuarenta años, que había estado en España e Italia.
Le dije que había nacido en la República Dominicana, pero que había vivido la mayor parte de mi vida en Nueva York, y volví a ver su sonrisa hueca.
Había dejado de prestar atención a la ciudad, porque Farid ya la acaparaba toda, pero miré a mi alrededor y estábamos en una zona repleta de bares, y de una vida nocturna vibrante. Me dieron ganas de quedarme allí.
Al doblar a la esquina, apareció la boca del metro. La estación era Grands Boulevards, estaba a tan sólo a una parada de donde me había bajado inicialmente (Strasbourg).
Farid y yo íbamos en la misma dirección, el bajaría en Opéra, y yo en La Motte-Picquet. Nos quedaban dos paradas juntos. Me dio su dirección por si volvía a París, la escribí en mi libreta.
Al entrar a Opéra, nos dimos un abrazo y nos dijimos adiós. Me dio mucho gusto conocer a Farid. Me quedé pensando en él por un buen rato.
Y de repente, recordé a Cortázar, quien había pasado a un segundo plano. Me puse a ver las fotos, y descubrí que, tal vez por la emoción, había tomado unas fotos pésimas. Me dije que igual eran mis fotos de donde había vivido Cortázar.
Volví al hotel, y pensé en Farid hasta que me venció el sueño. Al llegar a Nueva York le envié una postal. Me lo imagino leyéndola, al tiempo que despliega su dulzona sonrisa hueca.