El mes pasado alguien me dijo que quería que lo admirara. No he podido deshacerme de este comentario que se me ha quedado atrapado en la memoria. La admiración es como el respeto, no exige, se gana. Uno, como el otro, se logra siendo quienes somos y haciendo lo que sabemos hacer. Nadie puede decidir ser admirado, son los que nos observan los que nos otorgan ese privilegio.
Vivo en una sociedad obsesionada con el dinero, la fama y el falso heroísmo. Por cuestión de principios, rechazo este paradigma. Para mí, el objeto de admiración está estrechamente ligado a mis valores. No es algo negociable, y no permito que se me imponga. Es algo que surge espontáneamente sin que ello suponga un esfuerzo para el objeto de mi admiración, porque la persona en su estado natural de hacer las cosas, provoca que le ofrende mi admiración y mi respeto.
No admiro a la gran mayoría de gente que es adulada por millones de personas por hacer cosas superficiales. Suelo admirar a la gente que lucha contra las injusticias, a las madres dedicadas a sus hijos, a las personas que vencen adversidades, a los que conscientemente viven con lo necesario, a los pobres en posesiones y ricos en vida interior, a los que luchan por un mundo mejor, a los que entienden la fuente de la opresión y luchan contra ella, a los que resisten la violencia de ejércitos invasores, a los que valoran una flor y la poesía, a los que saben disfrutar el presente sin olvidar el futuro, a los que sirvern a los demás, a los que hacen lo que aman sin importar cuánto dinero ganen haciéndolo, y a muchos otros más.
Nunca podría admirar a las manufacturadas personalidades del medio artístico, al avaro inversor de Wall Street que tiene sangre en sus manos, y poco le importa de dónde provienen sus ganancias, al presidente de los EE. UU. y su papel de emperador, a los mercenarios del ejército estadounidenses, a los racistas, a los explotadores, a los que estereotipan a toda una etnia o a una nación , a los que no cuestionan nada, a los títeres, a los aduladores, a los que poseen privilegios y no lo usan para nivelar la balanza, a los materialistas, a los que convenientemente se quedan “desinformados” sobre los crímenes de EE.UU., a los que prefieren no pensar.
Mientras más lo pienso más ofensivo se me hace el comentario de aquel amigo. No tengo obligación de admirar a nadie. Si quiere mi insignificante admiración, simplemente sea quien es, sea humilde, luche por algo más grande que usted, valore lo que nada cuesta, piense, no generalice. Asegúrese de hacer las cosas que importan en la vida, sin que su avaricia, estupidez, apatía, desamor, desinformación selectiva lo revelen como un imbécil. Sólo entonces podría pedirme mi admiración, aunque claro, para entonces ya no sería necesario, pues estaría rendida a sus pies.
Vivo en una sociedad obsesionada con el dinero, la fama y el falso heroísmo. Por cuestión de principios, rechazo este paradigma. Para mí, el objeto de admiración está estrechamente ligado a mis valores. No es algo negociable, y no permito que se me imponga. Es algo que surge espontáneamente sin que ello suponga un esfuerzo para el objeto de mi admiración, porque la persona en su estado natural de hacer las cosas, provoca que le ofrende mi admiración y mi respeto.
No admiro a la gran mayoría de gente que es adulada por millones de personas por hacer cosas superficiales. Suelo admirar a la gente que lucha contra las injusticias, a las madres dedicadas a sus hijos, a las personas que vencen adversidades, a los que conscientemente viven con lo necesario, a los pobres en posesiones y ricos en vida interior, a los que luchan por un mundo mejor, a los que entienden la fuente de la opresión y luchan contra ella, a los que resisten la violencia de ejércitos invasores, a los que valoran una flor y la poesía, a los que saben disfrutar el presente sin olvidar el futuro, a los que sirvern a los demás, a los que hacen lo que aman sin importar cuánto dinero ganen haciéndolo, y a muchos otros más.
Nunca podría admirar a las manufacturadas personalidades del medio artístico, al avaro inversor de Wall Street que tiene sangre en sus manos, y poco le importa de dónde provienen sus ganancias, al presidente de los EE. UU. y su papel de emperador, a los mercenarios del ejército estadounidenses, a los racistas, a los explotadores, a los que estereotipan a toda una etnia o a una nación , a los que no cuestionan nada, a los títeres, a los aduladores, a los que poseen privilegios y no lo usan para nivelar la balanza, a los materialistas, a los que convenientemente se quedan “desinformados” sobre los crímenes de EE.UU., a los que prefieren no pensar.
Mientras más lo pienso más ofensivo se me hace el comentario de aquel amigo. No tengo obligación de admirar a nadie. Si quiere mi insignificante admiración, simplemente sea quien es, sea humilde, luche por algo más grande que usted, valore lo que nada cuesta, piense, no generalice. Asegúrese de hacer las cosas que importan en la vida, sin que su avaricia, estupidez, apatía, desamor, desinformación selectiva lo revelen como un imbécil. Sólo entonces podría pedirme mi admiración, aunque claro, para entonces ya no sería necesario, pues estaría rendida a sus pies.
Yo conozco algunas personas admirables, como tú.
ResponderEliminarCreo que fue Churchill que dijo que el problema de nuestro tiempo es el afán, primero y al parecer único, de ser admirado y no útil.
ResponderEliminarVíctor, conozco mucha gente admirable también. Gracias por el inmerecido calificativo :)
ResponderEliminarArgenida, acertadas las palabras, no las conocías, pero sí, así parece ser.
Saludos cordiales a ambos :)