Es martes 25 de diciembre, para mí un día más, para otros, ya saben: el día
más importante del todo el año. Hace muchos años cuando era niña, el
Nino Jesús me dejaba regalos. Los juguetes me hacían feliz, es cierto, ¿cómo negarlo? Sin embargo, en mi entorno jamás existió esa euforia enfermiza, que descubrí al llegar a Estados Unidos, simplemente por ser Navidad.
No recuerdo nunca haber hecho, o haber visto a
un niño hacer un berrinche porque no recibió el regalo que había soñado. De hecho, nunca soñábamos con regalos, agradecidos recibíamos lo que nos dieran. Esa era la costumbre en casa y en mi entorno. Nunca recibí regalos extravagantes. Eran regalos sencillos cuyo propósito era hacernos sonreír y perpetuar una costumbre. ¡Qué felices éramos en nuestra inocencia!
Al llegar a Estados Unidos aprendí la malsana costumbre de consumir excesivamente, y de equipararla con la felicidad. Por unos años, participé de la locura comercial que es esta época del año. Sin embargo, había mucho en esto que no disfrutaba y que encontraba objetable. Así empezó mi proceso de g
rinchinización que ya conocen. Empecé a eliminar todo lo que me causaba un conflicto interno: la odiosa costumbre de expresar sentimientos navideños que no sentía -pues no creía en el aspecto religioso y menos en el material- el arbolito, los regalos, el estrés de los preparativos para la celebración del gran día.
Haberme despojado de todo eso tuvo un efecto verdaderamente liberador y unificador para mí. Era otra área en la que se fundían acciones y creencias. Otro tabú del que me liberaba. Poco importaba lo que todos pensaran. Yo era feliz, haciendo lo que creía, aunque eso me hiciera una radical, la oveja negra que se aparta del montón.
La cuestión no es regalar en sí, sino no participar en algo en lo que no creo. No espero regalos de nadie. Quien quiera regalarme, puede hacerlo pero no los espero, además los prefiero en cualquier otro momento en el que venga motivado por un deseo interior y no como reacción al consumismo de la época.
Tampoco tengo objeción a celebrar ni a comer. Ambas cosas me encantan, pero prefiero celebrar todo el año, o cuando me da la gana, a celebrar una costumbre puramente capitalista, disfrazada de religiosa, la cual para mí es un recordatorio de la aniquilación de miles y miles de nativos que desconocían el cristianismo.
Entiendo que todo el que lee esto pensará que yo soy una agua
fiestas. La verdad está lejos de eso. Simplemente soy una mujer que quiere vivir su vida de acuerdo a su fuero interior -hoy y siempre-, y no según las manipulaciones religiosas y del sistema capitalista de la época -que para el caso son lo mismo. Para ustedes que celebran: ¡Enhorabuena!¡Y, feliz consumismo!
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P.D Feliz de saber que
el berrinchudo del vídeo de arriba ha cambiado un poquito :P