Llevaba treinta y nueve días sin publicar nada en el blog. Me moría por escribir, pero no tenía ni laptop ni Internet en el hospital donde pasé veinte dos días recuperándome de un aparatoso accidente automovilístico.
El accidente interrumpió todos mis planes de verano. Los días anteriores los había pasado preparándome para el último examen antes de la disertación doctoral. Además, estaba trabajando en el prólogo a un libro de poesía que me habían pedido, y había empezado una clase de francés. Estaba muy ilusionada y llena de planes.
El día del accidente, el ocho de julio, me levanté temprano. Estudié un par de horas, lavé una máquina de ropa e hice otros pendientes. Esa mañana había recibido la llamada de un amigo a quien no veía desde hacía dos semanas porque estaba de viaje. Me invitó a comer y acepté. Me recogió a las dos de la tarde. Fuimos a un restaurante en Brooklyn.
Salimos del restaurante a las cuatro de la tarde al tiempo que empezaba una llovizna. Yo debía regresar a mis estudios, y él tenía que ir a visitar a un paciente a quien días antes le habían puesto una válvula en el corazón.
Hasta entonces, todo era perfecto. Antes de regresar a nuestras obligaciones, decidimos pasar por un lugar que quedaba a orillas del río, pues aún teníamos algo de tiempo. Tenía bonita vista, y sería agradable, me dijo. Estuve de acuerdo.
Entre conversaciones y risas, doblamos unas cuantas calles, y terminamos en Flatbush Avenue e hicimos una derecha. Eran ya las 4:17 de la tarde. Un poco más adelante, hizo una izquierda, vi un carro que se aproximaba extremadamente rápido, y supe que nos impactaría. Todo pasó tan rápido que no llegué a racionalizarlo ni a sentir miedo.
El impacto fue estruendoso, me dicen que el carro dio varias vueltas sobre sí hasta terminar estrellándose contra un poste. Según el policía, el segundo impacto fue a unas cuantas pulgadas del tanque de gasolina. En ese instante no veía nada estaba cubierta por las bolsas de aire.
El dolor no se hizo esperar. El primer síntoma fue la falta de aire. Sentía que me asfixiaba, no sabía exactamente bien por qué. Creí que me asfixiaría y tuve mucho miedo -los estudios médicos indicarían que el pulmón sufrió un poco con el impacto, y entonces entendí la falta de aire. También, me dolían las piernas muchísimo y no podía moverlas. Estaba sangrando pero no sabía de dónde. Mi compañero me daba ánimo y me decían que vendrían a ayudarnos pronto, y así fue.
El accidente ocurrió cerca de una estación de bomberos y un cuartel de la policía, según me dijeron. En unos minutos estuve rodeada de gente tratando de ayudarme. Había vuelto a respirar normalmente, y ya no tenía miedo. Ni siquiera estaba preocupada, una de esas cosas extrañas de las que somos capaces y que descubrimos en momentos de crisis.
Un socorrista se me acercó, me colocó un collar ortopédico, y me sostuvo por veinte minutos, el tiempo que se llevó rescatarme de los escombros del carro. El carro estaba tan dañado por el lado del pasajero que tuvieron que sacarme por el asiento del chófer.
Al levantarme sentí aún mucho más dolor en la cadera y las piernas. Me pusieron en la camilla, me subieron a la ambulancia. El socorrista que había estado conmigo todo el tiempo dictaminó que me llevarían al Hospital Bellevue por ser el mejor centro de la Ciudad para lidiar con fracturas y traumas por accidente -eso me dijo.
Ya en la ambulancia y al comprender que mis lesiones habían sido mayormente en lo que yo creía era la columna y las piernas, le pregunté angustiada al socorrista sí volvería a caminar. Me pidió que moviera los dedos de los pies, y lo pude hacer; entonces me dijo que no podía asegurarme nada sin antes saber que tipo de lesiones tenía, pero que pudiera mover los dedos de los pies y pudiera sentir sus manos tocándome las piernas eran excelentes señales. Creo que el gesto de dolor que se había plasmado en mi rostro se ensanchó en una sonrisa.
El accidente interrumpió todos mis planes de verano. Los días anteriores los había pasado preparándome para el último examen antes de la disertación doctoral. Además, estaba trabajando en el prólogo a un libro de poesía que me habían pedido, y había empezado una clase de francés. Estaba muy ilusionada y llena de planes.
El día del accidente, el ocho de julio, me levanté temprano. Estudié un par de horas, lavé una máquina de ropa e hice otros pendientes. Esa mañana había recibido la llamada de un amigo a quien no veía desde hacía dos semanas porque estaba de viaje. Me invitó a comer y acepté. Me recogió a las dos de la tarde. Fuimos a un restaurante en Brooklyn.
Salimos del restaurante a las cuatro de la tarde al tiempo que empezaba una llovizna. Yo debía regresar a mis estudios, y él tenía que ir a visitar a un paciente a quien días antes le habían puesto una válvula en el corazón.
Hasta entonces, todo era perfecto. Antes de regresar a nuestras obligaciones, decidimos pasar por un lugar que quedaba a orillas del río, pues aún teníamos algo de tiempo. Tenía bonita vista, y sería agradable, me dijo. Estuve de acuerdo.
Entre conversaciones y risas, doblamos unas cuantas calles, y terminamos en Flatbush Avenue e hicimos una derecha. Eran ya las 4:17 de la tarde. Un poco más adelante, hizo una izquierda, vi un carro que se aproximaba extremadamente rápido, y supe que nos impactaría. Todo pasó tan rápido que no llegué a racionalizarlo ni a sentir miedo.
El impacto fue estruendoso, me dicen que el carro dio varias vueltas sobre sí hasta terminar estrellándose contra un poste. Según el policía, el segundo impacto fue a unas cuantas pulgadas del tanque de gasolina. En ese instante no veía nada estaba cubierta por las bolsas de aire.
El dolor no se hizo esperar. El primer síntoma fue la falta de aire. Sentía que me asfixiaba, no sabía exactamente bien por qué. Creí que me asfixiaría y tuve mucho miedo -los estudios médicos indicarían que el pulmón sufrió un poco con el impacto, y entonces entendí la falta de aire. También, me dolían las piernas muchísimo y no podía moverlas. Estaba sangrando pero no sabía de dónde. Mi compañero me daba ánimo y me decían que vendrían a ayudarnos pronto, y así fue.
El accidente ocurrió cerca de una estación de bomberos y un cuartel de la policía, según me dijeron. En unos minutos estuve rodeada de gente tratando de ayudarme. Había vuelto a respirar normalmente, y ya no tenía miedo. Ni siquiera estaba preocupada, una de esas cosas extrañas de las que somos capaces y que descubrimos en momentos de crisis.
Un socorrista se me acercó, me colocó un collar ortopédico, y me sostuvo por veinte minutos, el tiempo que se llevó rescatarme de los escombros del carro. El carro estaba tan dañado por el lado del pasajero que tuvieron que sacarme por el asiento del chófer.
Al levantarme sentí aún mucho más dolor en la cadera y las piernas. Me pusieron en la camilla, me subieron a la ambulancia. El socorrista que había estado conmigo todo el tiempo dictaminó que me llevarían al Hospital Bellevue por ser el mejor centro de la Ciudad para lidiar con fracturas y traumas por accidente -eso me dijo.
Ya en la ambulancia y al comprender que mis lesiones habían sido mayormente en lo que yo creía era la columna y las piernas, le pregunté angustiada al socorrista sí volvería a caminar. Me pidió que moviera los dedos de los pies, y lo pude hacer; entonces me dijo que no podía asegurarme nada sin antes saber que tipo de lesiones tenía, pero que pudiera mover los dedos de los pies y pudiera sentir sus manos tocándome las piernas eran excelentes señales. Creo que el gesto de dolor que se había plasmado en mi rostro se ensanchó en una sonrisa.