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El vuelo de Madrid a Sevilla fue placentero y corto, a diferencia del que nos trajo a Madrid que fue turbulento y más largo de lo usual. Los niños y mi compañera durmieron a ratos en ambos vuelos, y yo, zombi al fin, no pude pegar un ojo.
Ya en el aeropuerto de Sevilla no aparecía nuestro autobús por parte. Se nos iban los ojos buscando el chofer con el clásico cartoncito con el nombre de nuestro colegio. Pero todo esfuerzo fue en vano. Tratamos de llamar pero ninguna llamada entraba, y por lo tanto aumentó la desesperación y la impotencia de los chicos. Al ver que los celulares no funcionaban llamé de un teléfono público, y ¡Bingo! Nos dijeron que nos habían esperado por horas, pero que como no llegamos se fueron y que la agencia de viajes no les había avisado de nuestro retraso. Esperamos una buena hora y media, algunos de los chicos ya empezaban a extrañar el nido por la frustración de sentirse abandonados. Les aseguré que todo estaría bien y que yo estaba ahí para protegerlos.
Cuando volvió el autobús subimos de inmediato. Le dije a mi compañera que desde que se acomodaran que recogiera los pasaportes. El trayecto era corto, y para cuando terminó de recogerlos ya estábamos muy cerca del hotel. Todos entregaron sus pasaportes, excepto una que no sabía dónde lo había dejado -a pesar de que les había exigido hasta el cansancio que los metieran en su bolso para que me los entregaran después de pasar por inmigración. Venga empeño, no se acordaba de dónde lo había puesto. Llevé a los chicos al hotel y los dejé con mi compañera, luego de hacer varias llamadas infructuosas, se me ocurrió volver al aeropuerto. Me llevé a la olvidadiza conmigo. El numerito le costó unos 40 euros; sin embargo, emocionalmente no le costó nada, estaba como un roble, inmovible. Me llamó la atención su calma y su compostura. Le pregunté que por qué estaba tan tranquila, que si no se sentía mal por haber perdido el pasaporte y porque la había regañado. Y me contestó que tiene nervios de acero como su padre. Que si hubiera sido su madre habría hecho un drama. No pude evitar soltar una carcajada a pesar de que estaba extremadamente enojada con ella. ¡Así son los niños!
Por fin llegamos al aeropuerto, pero allí no había nadie que supiera las respuestas a mis preguntas. Seguí insistiendo, y a la primera oportunidad que tuve me metí en sentido contrario, por una puerta de salida. De frente venían dos policías de seguridad dispuestos a arrestarnos, y yo feliz porque tal vez así alguien nos ayudaba. Pero antes de que llegaran a nosotros tropezamos con un mostrador, en el que se encontraba un guapo andaluz. Cogió el auricular e hizo unas cuantas llamadas para ver si podía localizar el pasaporte. En ese momento la chiquita tuvo una epifanía, se le iluminó el cerebro, y recordó que lo había dejado en el bolsillo del asiento del avión. Pero, para ese entonces ya no importaba porque nuestro adorable andaluz, se había comunicado con una oficina que tenía el pasaporte en su poder. Luego de esperar, y de firmar un sinnúmero de formularios, nos devolvieron el pasaporte. ¡Qué alivio!
Mientras la chica y yo hacíamos magia por recuperar el pasaporte, mi compañera y los otros chicos recorrían las calles de Sevilla. Pensé que estarían extremadamente cansados, pero no, las que estábamos molidas éramos nosotras. El secreto era que ellos habían dormido, y por lo menos yo no había pegado un ojo desde las tres de la mañana del día anterior. Esa noche nos acostamos temprano y pasamos la noche durmiendo. Al otro día debíamos encontrarnos con nuestra guía, Conchita, para dar un recorrido por la bella Sevilla. En ese momento, no me imaginaba que no sólo Conchita llegaría con el nuevo día, sino otras crisis aún no previstas. O sea, nuevas oportunidades de resolver problemas y conflictos de adolescentes.