jueves, 17 de julio de 2014

Tras las huellas de Cortázar en París

Mi última noche en París decidí que iría tras las huellas de Cortázar. Me quedaban horas, o lo hacía, o pasaba mi deseo a la lista de lo que se quedó por hacer.

Mi intención inicial había sido visitar el cementerio Montparnasse, su última morada. Tenía una lista de muertos queridos que quería visitar, pero no me alcanzó el tiempo.

Lo único que me quedaba ya era pasar por la que había sido su residencia. Llevaba la dirección y la ruta del metro que debía seguir, anotada en mi libreta. Era tarde, y la voz de la razón me decía que me fuera al hotel, pero los sentimientos pudieron más, así que hice transferencia al número 8, rumbo a la rue Martel, número 4.

El trayecto sería de La Motte-Picquet a Strasbourg-Saint Denis, diez paradas. Saqué el mapa de la ciudad, e intenté ubicar la calle. No la encontré por ningún lado. Pensé la encontraría al consultar el mapa agrandado, e iluminado que hay a la boca de todas las estaciones de metro.

Al salir a la superficie observé mi entorno, y por primera vez, había llegado a un área en la que no me sentí cien por ciento segura. Me acerqué al mapa, cuidándome la espalda,  y busqué infructuosamente la Rue Martel.

Le pregunté a unos hombres que no me dieron buena impresión, pero era lo que había que hacer. Me dijeron que esa calle no existía. No les creí, aunque creo que estaban convencidos de lo que me decían.

Mientras estaba rodeada de esos cuatro hombres, se acercó un quinto,  y le preguntaron si conocía la calle. Cambiaron de idioma, ahora hablaban turco. Entre señas y francés, seguí al recién llegado, quien había dicho conocer la calle.

No estaba segura de lo que hacía, pero lo seguí. Entramos a la estación de metro, y entonces me tranquilicé. Me di cuenta de que mi acompañante era un buen hombre, de verdad quería ayudarme.Se acercó a la ventanilla y le habló al vendedor de billetes. Éste me pidió la dirección, y le pasé mi libreta.

Metió los datos en la computadora, y unos minutos después, tenía en las manos un papel impreso con mi nueva ruta. Le agradecí a ambos, y continué mi pesquisa. Debía subir al metro número 4 y bajarme en Chateau d'Eau. Sólo una parada. Seis minutos se leía en el papel.

Salí del metro, y repetí el rito anterior: busqué en al mapa, y la calle no apareció. El área no tenía mejor pinta que la anterior. Me quedé pensando en que dirección caminar, más por instinto que por lógica.  Decidí caminar sobre la avenida principal.

Vi aparecer a un hombre mayor, de baja estatura, y aspecto bonachón. Llevaba gorra, y una mochila sobre la espalda. Era él todo un bulto negro, salpicado por el blanco del cuello de la camisa, de su tez, su pelo y su barba.

Le hablé en inglés y español, y no me entendió. Le mostré la dirección, y nos aceramos al mapa. Sacó sus espejuelos, y tampoco dio con la rue Martel. Me sentí menos idiota.

Le di las gracias en español, y me devolvió unas palabras en un español ininteligible. Me hizo seña que lo siguiera. Doblamos un par de calles, y de pronto, el barrio adquirió un barniz de bohemia, que me agradó.

Entramos a un bar. Preguntó por la calle, y le dijeron que siguiéramos derecho, y que nos toparíamos con ella. Caminamos unos diez minutos, y de repente, apareció ante mis ojos el típico letrero azul en el que se leía: Rue Martel.

Señalé el nombre de la calle, y Farid me devolvió una mirada cómplice y una dulce sonrisa hueca. Doblamos, y pronto estuvimos ante el edificio número 4. Sonreí complacida al visualizar la lápida por la que me había embarcado en esta aventura.

Saqué la cámara y tomé unas fotos: de la lápida, de la puerta, del número 4, de la calle, del bar que me observaba desde la esquina opuesta.

Me imaginé a Cortázar con sus seis pies y cuatro pulgadas saliendo por la puerta, y cruzar al bar a tomar unas copas o un café, de seguro cebar un mate era allí imposible.

Mi amigo Farid, no sabía qué pensar. Con unas palabras que no entendí, pero que comprendí perfectamente me dijo, “A esto has venido?". "Esto es todo, Sonia? -Dijo mi nombre por primera vez.  Sonreí y asentí. Sacudió la cabeza, sonriendo.

Era hora de volver al hotel, pero antes invité a Farid tomar algo. Se disculpó, por no poder aceptar. Iba a reunirse con su grupo musical, sus compañeros lo esperaban. Lo que había pensado era una mochila, resultó ser una guitarra.

Podía salir de allí sin ningún problema, pero Farid, insistió en acompañarme hasta una estación donde coger el metro número 8, para que mi regreso fuera más fácil. Ya nos entendíamos perfectamente, entre risas, medio francés, medio español, y mucha gesticulación.

Íbamos conversando. Me contó que su esposa había muerto y que nunca se volvió a casar, que no tenía hijos, que había llegado de Argeria hacía más de cuarenta años, que había estado en España e Italia.

Le dije que había nacido en la República Dominicana,  pero que había vivido la mayor parte de mi vida en Nueva York, y volví a ver su sonrisa hueca.

Había dejado de prestar atención a la ciudad, porque Farid ya la acaparaba toda, pero miré a mi alrededor y estábamos en una zona repleta de bares, y de una vida nocturna vibrante. Me dieron ganas de quedarme allí. 

Al doblar a la esquina, apareció la boca del metro. La estación era Grands Boulevards, estaba a tan sólo a una parada de donde me había bajado inicialmente (Strasbourg).

Farid y yo íbamos en la misma dirección, el bajaría en Opéra, y yo en La Motte-Picquet. Nos quedaban dos paradas juntos. Me dio su dirección por si volvía a París, la escribí en mi libreta.

Al entrar a Opéra, nos dimos un abrazo y nos dijimos adiós. Me dio mucho gusto conocer a Farid.  Me quedé pensando en él por un buen rato.

Y de repente, recordé a Cortázar, quien había pasado a un segundo plano. Me puse a ver las fotos, y descubrí que, tal vez por la emoción, había tomado unas fotos pésimas. Me dije que igual eran mis fotos de donde había vivido Cortázar.

Volví al hotel, y pensé en Farid hasta que me venció el sueño. Al llegar a Nueva York le envié una postal. Me lo imagino leyéndola, al tiempo que despliega su dulzona sonrisa hueca.

sábado, 12 de julio de 2014

Un iceberg llamado París

No recuerdo quien ha dicho, y tal vez con razón, que no debemos volver a los lugares en los que hemos sido felices.

Supongo que al volver corremos el riego de que la realidad permee la ensoñación de los recuerdo felices, y se imponga triunfante sobre ellos.

Sin embargo, la memoria es un monstruo del que nunca debemos fiarnos demasiado. Siempre está creando versiones sobre versiones de lo que creemos recordar.

Así es que, a mí sí me gusta volver a  esos lugares en donde he sido feliz. No necesariamente por lo vivido, sino por lo que quedó por vivir.

Fui feliz en París, y volveré aunque hoy  no sepa cuando.

Para mí, más que un lugar geográfico París es una idea iceberg, encantadora, enorme e inasible. Para lograr la más mínima aproximación se necesita de mucho tiempo, y no los cuatro días y cinco noches que le dediqué.

Mi visita fue un tímido intento de divisar la punta de esa idea iceberg, y aceptar que era imposible explorarla, mucho meno llegar a conocerla.

He aquí como transcurrió mi acercamiento al iceberg que es París.

El primer día me lo pasé caminando, exploré el área en donde me hospedaba.

Por casualidad me encontré con la estatua de la Libertad, estuve en la Torre Eiffel, y la catedral de Notre-Dame. Ésta sólo la vi por fuera porque ya estaba cerrada. Sin embargo, pude subir a las torres.

Me senté a la margen del Sena, debajo de un puente e imaginé la escena incial de Rayuela. Observé a la gente. Comí como diosa, tomé vino, café y comí crème brûlée.

Pasé gran parte de la tarde en el Museo de Quai Branly, al cual llegué deambulando y por accidente, y me encantó.

Este museo se me antojó una monumental resistencia del arte de los colonizados ante el arte occidental. Allí en pleno corazón de París se escuchaban las voces de los aborígenes de Américas, África, Oceanía y Asia.

Me sorprendí sonriendo complacida.

El museo alberga una colección permanente impresionante. Además, hay actualmente dos exhibiciones: Tiki PopAmerica's dreams of its Polynesian paradise y Tatuadores y tatuados una exploración de la evolución de lo tatuajes. Ésta última me encantó, Tiki Pop casi nada.

Me quedé a cenar en el área y volví al hotel bastante tarde.

Al segundo día volví a caminar, porque es la mejor manera de ver una ciudad. Este día además de vagar sin rumbo fijo, fui al Museo de Orsay y al Arco del Triunfo.

En el Museo de Orsay pude ver casi todo, pasé unas cinco horas allí, aunque ví poquísimo de Monet, pues cerraron justo cuando empezaba a verlo.

El museo me gustó muchísimo. Vi varias esculturas que me impactaron. Una de las obras que más disfruté fue L'age mûr de Camille Claudel.

Pasé mucho tiempo con Van Gough de quien había visto poco, y Jean-Baptise Corpeaux porque me encanta  -aunque acababa de ver su exhibición a quí en el museo Metropolitano.

Espontáneamente se me ocurrió empezar a comparar a los Ugolinos de Corpeaux y Rodin. Decidí que el del primero es superior. Lo que no me queda claro es cuál de los dos es más leal a la Divina Comedia, fuente de inspiración de ambos escultores.

Salí pensando que volvería a ver a Monet, pero no me alcanzó el tiempo. Cruce al otro lado del Sena, y me fui caminando hasta el Arco del Triunfo. Era tarde cuando bajé del observatorio, porque me quedé disfrutando la impresionante vista de la ciudad.

Esa noche cené por esa área. La cena estuvo bien. Estaba cansada y quería volver al hotel. Subí al metro para cruzar al otro lado, donde tenía que coger otro tren para volver al hotel. Para cuando llegué a la estación donde debía hacer la transferencia, el metro había cerrado.

¡Algo inimaginable para una neoyorquina! No sabía que el metro de París cerraba por la noche. ¡Viaja y aprende, parece ser el lema!

Me tocó caminar más. ¡Tremenda caminata! Ya empezaban a resentirse las pantarrillas. Esa noche tomé iboprofeno, y al otro día no quería levantarme.

Amaneció lloviendo a cántaros. Iría al Museo de Rodin. Era domingo, y no sabía que ese día la entrada al museo era gratis. ¡Qué error! Todo París parecía estar allí.

Me tocó esperar en fila, bajo la lluvia por una hora. Estaba empapada porque llovía en todas dirección. Pensé irme, pero no tendría tiempo de regresar.

Al entrar al museo, no me arrepentí de haber esperado. Es un lugar maravilloso. Es el lugar donde Rodin vivió sus últimos días. Allí creó muchas de sus obras, y es el lugar que eligió para exhibir sus obras.

Valió la pena esperar, aunque fuera bajo la lluvia. Los jardines son preciosos y el ver parte de su obra estratégicamente diseminda en ellos fue un placer.

En el Museo de Rodin descubrí su faceta de pintor. No tenía la menor idea de que había dejado algunos cuadros. Allí también vi un cuadro de Van Gogh, y de otros pintores, entre ellos Monet, y también dos o tres esculturas de Camille Claudel.

Actualmente hay una exhibición del fotógrafo estadounidense Robert Mapplethorne: Mapplethorpe-Rodin. Sabía de la influencia de Rodin en él, pero ver sus obras expuestas juntas, de forma que subrayaran su relación me encantó. Entré sin la menor expectativa, y resultó ser una experiencia iluminadora.

El cuarto día, y el último en París, era para ir al Louvre, comprar algo para leer en el tren al día siguiente mientras me iba al sur, y seguir caminando.

El día empezó mal, a pesar de que me desperté temprano para ganar tiempo. Al llegar al Louvre, me di cuenta que no tenía el Pase para los museos. Miré la fila y pensé que hacerla era peor que regresar  por el pase al hotel.

Volví al hotel, no pude evitar sentirme malhumorada. No encontré el pase donde pensé estaba. Lo había perdido, probablemente en el Museo de Rodin, fue la última vez que lo tuve en las manos.

Recordé haber leído alguna vez sobre una entrada menos transitada para entrar al Louvre. Me metí al Internet, y encontré la información que necesitaba. Entré por la entrada "secreta", aunque había cola era muchísimo más corta. Esperé unos quince minutos para entrar.

Desde un principio sabía que no vería todo lo que quería, ni lo que había que ver. Podría pasar meses en el Louvre, y sólo tenía unas horas.

Llevaba una lista de lo que no podía dejar de ver. Ésta consitía de esculturas y pinturas.

Vería: la Venus de Milo, El esclavo rebelde, El esclavo moribundo, El escriba sentado, la estatua colosal de Ramsés II, Psique reanimada por el beso del Amor, la Mona Lisa, la Virgen de las rocas, la Coronación de Napoleón, las Bodas de Canaan, y La libertad guiando al pueblo.

No había tiempo para más. Y menos, después del contratiempo de ese día. Ya no disponía del tiempo para hacer la visita por mi cuenta, perderme, encontrarme y seguir la autoguía. 

Volví a la boletería y compré un boleto para una visitia guíada. Este nuevo plan dejaba fuera a varias piezas de mi lista: el Escriba sentado, la Virgen de las rocas, y Ramsés II. No había de otra.

Salí del Louvre contenta, aunque insatisfecha por no haber visto lo que había querido ver.

No tenía tiempo que perder, mis horas estaban contadas.

Me fui al Panteón. Tenía justo una hora, pero alcancé a visitar la cripta que era lo que más me interesaba. Visité a Voltaire, Victor Hugo, Rosseau, Dumas, Zola, Braille, Jaurés, entre otros.

Eran casi la siete. Aún debía comprar mis libros para el viaje al sur.  Llegar a la librería Palimpsesto fue toda una experiencia, aunque no está lejos de donde me encontraba.

Los libros estaban un poco desordenado, y ni el señor ni la señorita que allí se encontraban hicieron nada por ayudarme.

Me pasé un buen rato mirando libros y viendo que me llevaba.

Al encontrarme, por puro azar por que orden no había, con dos libros de Álvaro Mutis y Cabrera Infante decidí dar por terminada mi exploración.

Salí, y me instalé en un café a leer y a tomar unas copas de vino, pero terminé quedándome a cenar.

Ya con unas copitas encima, salí a la calle y empecé a deambular por el Latin Quartier, cogí el metro, iba al hotel, sin embargo, a medio camino cambié de parecer. Decidí pasar por la que fuera la última residencia de Córtazar.

La experiencia se merece un post en sí, así que es todo lo que diré, porque terminó siendo todo una aventura en la que conocí a un abuelito muy bonachón.

Con la aventura Cortázar-Farid (el abuelito) cerré mi última noche en París.

Al día siguiente, hice la maleta y salí.

Me fui sabiendo que no había hecho ni la mínima parte de loque habría querido, pero estaba contenda de haber explorado aunque fuera la puntita de ese iceberg, que conocemos como París.